Relato. Sons of malice



Hanibal vio la grasa quemarse, lentamente, mientras las endorfinas inundaban su torrente sanguíneo y se le hacía la boca agua. El joven esclavo era un bocado pobre en comparación a la carne más tierna de un niño, pero dado que habían sobrevivido pocos infantes al largo asedio la mayoría estaban ya podridos. Hannibal se desprendió del casco, dejando a la vista una boca cubierta de cicatrices y unos colmillos de los que pendían hilos de sangre. Las dos semanas estándard que había durado el combate habían provocado en los Hijos de Malice un deseo acuciante por consumir la carne de los defensores, cuando por fin habían entrado en la ciudad los más inteligentes mataron a sus hijos y después se quitaron la vida.

Hanibal había capturado a uno de los cobardes que no se había atrevido a suicidarse, ahora una muerte lenta recompensaría al afortunado prisionero. El renegado de armadura negra y blanca masticaba los pedazos de carne cruda que había atrapados en su espada sierra mientras la piel del soldado acababa de tostarse. Hacía poco que aquel hombre había perdido la conciencia, Hannibal sabía que la recuperaría pronto, cuando separara sus manos de su cuerpo.

En silencio absoluto, sepulcral, los renegados devoraban a los prisioneros, solo se oían los gritos de aquellos que aún respiraban. Mientrastanto Kathal tocaba con la mano a los once marines que se habían destacado en combate, el capitán se acercó a Hanibal, un aura perturbadora envolvía la figura acorazada del antaño héroe de los Adeptus Astartes.



Kathal en sí mismo era la encarnación del miedo, el anticaos, el anathema absoluto, mirarlo era como mirar al vacío profundo y sentir como fríamente te devolvía el gesto. Kathal puso la mano enguantada sobre la hombrera de Hannibal, ambos se miraron sin mediar palabra mientras el segundo engullía las costillas del prisionero. Ahora una sangre oscura chorreaba por la barbilla del depredador.

Al cabo de unas pocas horas los once elegidos se reunieron en la nave y tomaron rumbo al Laberinto, donde lucharían a muerte y uno de ellos se alzaría como el elegido por Malal a ocupar su sitio en el altar del holocausto. Cuando once veces once campeones lucharan, Malal se alzaría y tomaría el lugar que le corresponde por derecho como Dios-Rey del empíreo y Señor de demonios.

Hanibal esperó durante semanas, la nave cruzó la disformidad guiada por un hechicero, con los once elegidos a bordo. El viaje fue corto, cargado de un silencio tenso, ominoso. Hannibal estudiaba a los otros gladiadores con el fin de encontrar sus debilidades, la punta por donde hundiría la lanza en la espalda de Sigfrido.

Uno de ellos, Sutonius, era un hombre sereno que pasaba los días oscuros del viaje disforme tatuándose plegarias a Malal en su piel desnuda. Portaba una pesada hacha de energía que blandía a dos manos en combate, Hannibal lo había visto abrir en canal a un Puño Imperial de arriba abajo con este arma.



Valtiel, en cambio, era un renegado armado con un bolter pesado. Su precisión era tal que lo empleaba como arma de francotirador, despedazando los cuerpos de un solo disparo con la munición explosiva de alto calibre. Cadenas doradas pendían de la armadura con los cráneos de aquellos a quienes había matado con sus manos.

Estos dos eran los que le preocupaban especialmente a Hannibal, aunque no eran pocos los que ya habían sido bendecidos por el quinto de los grandes dioses y tenían el cuerpo cubierto de mutaciones. De todos ellos Sangris era el más tocado por la mano negra del Señor pues unas alas quitinosas surgían de su espalda y sus manos se retorcían en pinzas de hueso y metal.


Una vez alcanzaron el pecio espacial conocido como el Laberinto los once desembarcaron en puntos distintos del gigantesco casco, como mandaba la tradición, mientras el hechicero les dejaba a su merced llevándose la nave consigo. Hannibal vió desembarcar al Barón del Eufrates sobre una puerta demoníaca, haciendo rugir a su motocicleta el Barón se internó en la oscuridad.

Hanibal cayó sobre una brecha en el casco por la cual manaban líquidos sanguinolentos. Con cuidado se internó en aquella chatarra del tamaño de una ciudad colmena, quizás pasasen días antes de encontrarse, quizás nunca se encontraran. Sea como fuere sólo uno alcanzaría la salida del laberinto, el altar de sacrificios y la demonicidad.

La servoarmadura de adamantio no evitó que Hannibal sintiera el frío, un lujo sensorial para un marine espacial. Sus pasos pronto se adentraron en los corredores tenebrosos llenos de bestias y demonios, voces y risas comenzaron a resonar en su cabeza.

Mientras avanzaba los fantasmas de aquellos a quienes había matado le decían al oído palabras de desaliento, le confundían con sonidos extraños, tuvo que aprender a ignorarlas. El tiempo era indeterminado en la disformidad, quizás unos segundos o unos años después vio a uno de los elegidos. El hermano Sanctio descarga su pistola bolter sobre un espectro con un potente stacatto, los espíritus se arremolinaban alrededor de él y se disolvían con cada disparo, inútilmente intentaba atravesarlos con la espada de energía.


Hannibal se dispuso a cazarle, como un lobo que acecha a un perro sin dientes, con un chasquido suave amartilló su bólter, se acercó despacio a su hermano y descargó una ráfaga sobre sus rodillas. La servoarmadura del renegado se partió a altura de las rótulas, los espectros se desvanecieron ofreciéndole a Hannibal el regalo del último golpe. Hannibal se acercó a su moribundo compañero y lo decapitó de un solo disparo en el cuello.

La caza proseguía, Hannibal se movió como presa y como cazador, consiguió asesinar a traición a Valtiel mientras se alimentaba de un hermano caído y poco años después se encontró corriendo, huyendo del Barón, cuyo motor parecía omnipresente.


Pasara el tiempo que pasara, en el fin de los tiempos, sólo quedaron dos; Sutonius y él, el veterano combatiente del hacha a dos manos y él, un hombre astuto y ladino. Ambos se encontraron rodeados de demonios encadenados, entre las ruinas de una catedral en el corazón del Laberinto. Los demonios lanzaban súplicas para que se les liberarse mientras los dos hombres cruzaban sus aceros, Sutonio lanzó un golpe a Hanibal que apenas esquivo por unos centímetros al tiempo que el otro describía un giro con su espada sierra que machacó el casco del primero.

La espada sierra se movía rápido, mucho más que el pesado filo del labrys, potenciada por la servoarmadura la espada describía arcos a gran velocidad dejando una estela de luz blanca. Un nuevo golpe de la espada sierra consiguió abrir una brecha en la servoarmadura de Sutonius, el cual sangraba profusamente, pues aunque sus golpes eran poderosos el peso de su arma y el cansancio comenzaban a hacer mella en él.

Listo para dar el golpe de gracia Hanibal dirigió una estocada contra la herida abierta del otro renegado, la espada penetró en la carne y comenzó a serrar el caparazón negro y el corazón primario del caballero caído. Pero he aquí que este había sido el plan de la víctima, Sutonio sujetó con su mano izquierda la espada sierra y mientras los dientes de adamantio reforzado se trababan con su carne y su armadura con su mano diestra blandió el hacha con fuerza y descargó el filo sobre el hombro de Hannibal.

El tajo que hizó le descosió el pecho hasta la cintura, y se desplomó lívido y moribundo. Sutonius se extrajo la espada sierra de sí y, sientiéndose observado por su dios, rompió el voto de silencio. 

-Has sido un rival digno, Hannibal. Comeré tu carne y vivirás a través de mí, participarás en mi epifanía, alcanzarás la demonicidad desde mis entrañas.

Los ojos de Hannibal se apagaron en ese instante, para no volverse a abrir.


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1 comentarios:

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Sir_Fincor
admin
24 de septiembre de 2015, 10:32 ×

Muy bueno!
Sigue así

Congrats bro Sir_Fincor you got PERTAMAX...! hehehehe...
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